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Entrevista Biblioasturias



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La última manzana de Alejandro Fernández-Osorio

Publicado por  el día may 11, 2015 (El Cultural)


Magaya (Impronta), tercer poemario de Alejandro Fernández-Osorio (Villayana, Asturias, 1984) es una de vuelta de tuerca a uno de los tópicos más habituales de la poesía reciente en lengua asturiana, lo rural y su desaparición.


En Magaya (edición bilingüe asturiano-castellano) la mirada de Fernández-Osorio se acerca a la de Seamus Heaney en Muerte de un naturalista: tal vez la muerte de una forma de vida sea inevitable, pero el intento del poeta no debe ser firmar su certificado de defunción, sino salvar lo que se pueda, mientras se pueda.

Fernández-Osorio tampoco quiere asumir un papel que no es ya el suyo. No habla como campesino, que ya no lo es, sino como alguien que sin pertenecer ya a ese mundo siente su llamada y la necesidad de volver a él como se vuelve al jardín del paraíso. Por eso comienza este libro de poemas en prosa con un viaje que será familiar a muchos: el viaje en Alsa de Madrid a su región de origen, en esta caso a Asturias, para reencontrarse con sus orígenes.

El libro plantea al comienzo el conflicto entre la modernidad y la tradición pero enseguida se centra en catalogar, en salvar, en poner por escrito lo que antes ha pasado de palabra hablada en palabra hablada y de generación en generación.

Magaya es la palabra asturiana que define la masa de la manzana después de haber sido triturada, antes de ser exprimida, cuando aún reúne en sí lo aprovechable y lo desechable, lo que será la sidra y lo que sólo será un puré ya sin gracia. El poeta repasa el proceso de fabricación de la sidra paso a paso, subrayando sobre todo lo que tiene de trabajo y esfuerzo, desde el primer gesto de agacharse o cargar con la carretilla. Las imágenes de ese esfuerzo están por doquier: los sacos apoyados contra una tapia son, por ejemplo, comparados a cuerpos con hernias.

Nos ponemos a ello y agacharse es la primera condición. Lo
veo esmerarse como si quedara carbón, quedara un porqué.
Va posándolas sobre el saco. Yo me agacho por vergüenza y
cojo todas las que me caben en una mano. Miro como lo hace.
¿Éstas las cojo?, le pregunto. Claro, dice. Da gusto rozar la
hierba con los nudillos; está todavía mojada de la noche por
ese helar que espanta los bichos y hace un desierto a la manera
del norte, sobre la vida, no debajo de ella.


Al final del libro, el poeta cita a Hannah Arendt para recordar que cuando a ella le preguntaron qué quedaba de aquella persona y aquel pueblo que habían sido antes de convertirse en otra cosa irreconocible, respondió: la lengua materna. Aquí la lengua materna es el asturiano, pero es también el olor de la hierba mojada y el perro que se acerca a olisquear las manzanas. Todas esas cosas que forman el verdadero idioma.

Muchos riesgos hay al componer un libro como el de Fernández-Osorio; tópicos como el enfrentamiento entre lo que es moderno (esas naves junto al río, por ejemplo) o una cierta feminización de la naturaleza son temas delicados en los que a menudo subyace más de lo que se dice y que pueden malograr un poema. Fernández-Osorio siempre los trata con la delicadeza necesaria y evita meterse en charcos innecesarios. Un hermoso uso del idioma, una sensibilidad poética alérgica a lo “poético”, y una voluntad sincera de reconstrucción de un mundo que está a punto de ya no ser conforman un libro hermoso y trascendente.


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Laura Casielles para La Marea.

Laura Casielles lanza su mirada sobre Magaya (Impronta, 2014) y los lazos con Niebla Fronteriza (El Gaviero, 2015), de Hasier Larretxea, para la revista mensual La Marea. Pincha sobre la propia imagen para agrandarla.




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Viaje de Asturias a Extremadura a través de sus manzanas. Eusebia Lubián (1924) lee el libro de poemas "Magaya" (2014, Impronta).


por Noemí Pájaro Luna


Quedan pocos días para que la Use cumpla 91 años en pie, sin dolores y sin tomar ni una pastilla; con la cabeza en su sitio y ganas de seguir viviendo: apuesto a que llegará y pasará de los 100. Llevo tiempo observándola y he llegado a la conclusión de que el secreto de su longevidad y envidiable salud se puede resumir en tres acciones: Eusebia come una manzana al día, camina mucho y lee sin medida. Por eso le regalé Magaya, del poeta Alejandro Fernández-Osorio. Sabía que le gustaría, porque en él hay caminos de pueblo, poesía vieja y manzanas, muchas manzanas.Alejandro es asturiano, lenense (en asturiano llenizu, que se pronuncia chenizu) y villayanense. En Magaya vuelve a su pueblo como el pájaro vuelve al nido, porque la tierra llama siempre a los que partieron para labrarse un futuro en el asfalto. Coge un autobús y allí se planta para ayudar a hacer la sidra, para oler a su padre, para recuperar dalguna manera lo dormío. Al desperezarse lo dormido uno se siente algo inútil, aunque le reciban con el respeto del que ha llegado lejos: en la ciudad, Alejandro trabaja de psicólogo, ha publicado ya tres libros y tiene otros por publicar, ha recibido premios y aparecido en los periódicos. Y a pesar de todo esto, ha de volver para acertar.
Eusebia es extremeña y paporra: así llaman a los de La Garganta, pueblo de sierra y de frontera. La pequeña Asturias llaman a esa serranía bejarana compartida por Cáceres y Salamanca. Allá en lo alto vive más de la mitad del año, a mil doscientos sobre el mar vive; y sólo cuando llega el frío baja al llano, a donde le tocó emigrar hace medio siglo, a Madrid. Vendieron entonces las vacas y abandonaron los huertos y su Pablo cambió la azada por el cuchillo: se hizo carnicero. Historias viejas ya, enviudó hace mucho Eusebia y hace mucho que ese viaje se convirtió en recuerdo.
Ahora es así: en buen tiempo camina, en mal tiempo lee.
En la primavera y en el verano y en parte del otoño va por los caminos de tierra y de piedra; suele coger el del lomo hasta El Castañar, un par de kilómetros arriba y abajo. Por las noches se reúne con las amigas que aún le quedan vivas; cortan lomo y chorizo y queso y juegan al cinquillo hasta las tantas. Es una risa oírlas discutir y reír a carcajadas, son igual que niñas, aún mejor que niñas.
En el asfalto no le gusta caminar así que se arrebuja en mantas de lana tejidas por ella y lee. A lo largo del invierno puede leer medio centenar de libros, o incluso más. Es una lectora voraz y una crítica cabal. Me encanta que me pida que le escoja su próxima lectura. Disfruto experimentando con ella, viendo cómo reacciona ante toda clase de libros y autores. El padrinoCien años de soledadEl Jarama los devoró en pocos días. Pocas palabras le bastan para emitir su juicio: Mucha sangre/Impresionante/Lo mismo que la vida. Si algo no le gusta no pierde el tiempo: Esto es muy raro, dice, y lo deja.
Se parece a las camuesas, la Use. Son unas manzanas pequeñas, duras, resistentes, de dulzor reconcentrado. Las sigue dando el viejo manzano rodeado de castaños en el que fue huerto y ahora es maleza. No suele comer manzanas de ciudad, tan perfectas a la vista pero vacías de sabor y de semilla. Se parece a las camuesas, Eusebia: pertenece a esa raza a punto de extinguirse, esa raza que es al tiempo fruto y simiente.
Magaya es la masa de la manzana después de ser triturada, antes de exprimirla; luego de ser prensada y quedar sin zumo también es magaya. Magaya es lo que vale y lo que no vale. La posibilidad y el residuo.
Al abrir el libro, lo primero que dijo Eusebia fue: ¡Pero si está en extranjero! Le expliqué que las páginas izquierdas mostraban el texto en asturiano, y las derechas lo reproducían en castellano. Sin embargo, empezó a leer la primera página izquierda. Pero se parece mucho, comentó. Sí se parece. Es como si estuviera en castúo y al lado en español, respondí, y la dejé leyendo.
Yo también leí el lado izquierdo. Sólo cuando no lograba entender alguna palabra o alguna frase leía la traducción para volver de nuevo al asturiano. Así aprendí que tornu es el torno, oler se dice goler y manzano, mazanal; los gusanos que les salen son llimiagos. Que en Asturias llaman pirru al perro y fíu al hijo. Que vida se dice vida igual, lo mismo que padre, sidra y sangre.
Leía en voz alta y despacio, igual que la Use, ese idioma que no es mío pero que milagrosamente lograba entender casi del todo. Y leerlo en asturiano me producía un efecto extraño, como si también yo estuviera observando al mio pá facer sidra duce, como si fuera algo que hubiera visto ya muchas veces. Alejandro nos cuenta su viaje invitándonos a vivirlo con él. Cogemos con él l'Alsa ensin pensalo, volvemos a casa de nuestros padres para quedar mirando'l prau onde ya nun hai pumarada sinon cuatro arbolucos alredor d'una piscina puerca. Tocamos y olemos lesmazanes, la yerba tovía moyada de la nueche, sentimos lo mismo que si fueran nuestras.
Nací en el asfalto y no tengo tierra que me llame de vuelta. Por eso hago mía cualquier tierra aunque la sepa extranjera. Por eso recibo la llamada de la Magaya a volver y vuelvo, a través de pasos y palabras vuelvo na soledá del que comulga y dexa de ser lo que yera pa convertise n'otra cosa desconocía.
Le duró una tarde Magaya a la Use. Fui a averiguar su veredicto:Muy bonito el libro, dijo. Igual que el pueblo, dijo. No hace falta decir más.


(11/2/2015)


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OLOR A MANZANAS: UNA MIRADA DE JOSÉ LUIS MORANTE SOBRE MAGAYA


En la relativa modernidad del poema en prosa se dan cita dos estaciones de imprescindible recorrido porque han propiciado su asentamiento en la tradición: Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda. Ambos evitaron la ensayística complementaria sobre la entidad del género y los asuntos derivados de su empleo, el lirismo y la prevención ante lo prosaico, la adecuación a la idea narrativa y la exigencias técnicas. Son cuestiones de las que se deriva una práctica minoritaria del poema en prosa en el ahora. Alejandro Fernández-Osorio (Villayana, Asturias, 1984), autor de La exactitud del instante Frontería emplea esa forma en su tercera salida,Magaya, una colección de poemas en prosa editada por Impronta con formato bilingüe, en bable y castellano.

  Un apunte de partida clarifica el sustantivo del título: “magaya es la masa de la manzana después de ser triturada, antes de exprimirla”. Esta oportuna aclaración recuerda también la semántica simbólica del nombre: “magaya es lo que vale y no vale. La posibilidad y el residuo”.

  Desde su apertura, el poemario se define como un cuaderno sentimental, construido con fragmentos. No son meros esquejes descriptivos sino alusiones meditativas que entremezclan experiencias vivenciales y reflexiones, con un lenguaje natural y comunicativo, rico en asociaciones para construir una nueva realidad.

  Asistimos en los textos a un ejercicio introspectivo, de recuperación de una tarea en la que habita el pasado. Son secuencias que dejan en el ahora la inmersión en otro tiempo que tiene algo de telurismo ancestral porque en él se define una conciencia colectiva, un rostro con facciones reconocibles, que conforta y crea una sensación de pertenencia.

   Frente a la habitual tendencia de utizar el callejero urbano como marco poemático, en la lírica de Alejandro Fernández-Osorio el territorio que habita la memoria es rural, un entorno que hace posible el contacto directo con la naturaleza, aunque en una sociedad global y tecnológica, prodiga síntomas de soledad y abandono. Aclaro que los poemas de Magaya nada tienen que ver con la poesía bucólica dictada por el escapisto de los que encuentran en el campo un paraíso perdido y hacen de la ciudad un decorado decadente.

   Magaya es un poemario de corte autobiográfico de quien se detiene en el tiempo para mirarse en los otros, para explorar la textura de esas raíces de hondo rumor humano que tiemblan invisibles, que ayudan a conocerse desde dentro y que sujetan firmes la existencia.


-fuente original: http://puentesdepapel56.blogspot.com.es/-


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Reseña de Magaya por Vanessa Gutierrez. El Comercio 17.1.2015







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Noticia LNE 16.DIC.2014






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sobre Frontería



Tradición de frontera


Javier LASHERAS
Recuerdo que fue André Malroux quien dijo que la tradición no se hereda: se conquista. Y recuerdo también que fue el poeta Cintio Vitier quien afirmó que la poesía es una aportación súbita al universo. Si comienzo con estas palabras la referencia al nuevo libro de Alejandro Fernández-Osorio es porque creo que, a quienes se adentran por estos singulares y siempre fronterizos campos de batalla que es la literatura, les sienta bien el genio luminoso de los grandes creadores. Ellos supieron, y antes de ellos otros, que la creación nace bebiendo en la intemperie, rumiando ahí fuera, fuera de las murallas, lejos de las manos de los príncipes, los políticos y los banqueros, como los marranos antiguamente y como también sabe ya, a juzgar por la lectura de este libro —Frontería, Alejadro Fernández-Osorio.
Frontería es ser frontera. Esto está claro desde el inicio del libro, tal y como se nos advierte en el simulacro de prólogo. Pero Frontería, además de un tránsito o incluso de una estancia del ser, también es provocación, porque si ustedes en la soledad de su tiempo abren este libro, estarán incitando a sus partículas más elementales al pensamiento crítico, y retarán a sus semejantes siempre que sean capaces de retener, siquiera con amorosa cortesía, las palabras que franquean e inundan estos versos. Palabras que llegan para nombrar las texturas esenciales de la existencia y para desobedecer incluso a la propia lengua, tal y como reza un verso suyo: «librándome de la palabra comienzo a ser». Palabras que Alejandro también sitúa en la frontera para encantar con su ambivalencia y su ambigüedad, palabras que sirven para estar a un lado y a otro, arriba y abajo sin borrar las diferencias.
Pero el caso es que vivimos tiempos en que el futuro ya no es como era —ni será tampoco como nos dicen que será con esa cantinela angustiada y puntiaguda sobre nuestras gargantas y nuestros bolsillos— tiempos en que resulta muy difícil distinguir entre las diferencias que constituyen una certeza y las que conforman una impostura. No hay más que mirar a nuestro alrededor para percibir que el norte no es el sur, que el oeste olvidó su este o que nuestra mano izquierda propone y la derecha se impone.
Pienso que Alejandro Fernández-Osorio no es un impostor (si acaso tal vez un fingidor a la manera de Fernando Pessoa:
El poeta es un fingidor que finge constantemente, 
que hasta finge que es dolor,  
el dolor que en verdad siente.) 

y que nos ofrece esta Frontería como fruto de la experiencia de un viaje muy personal al conocimiento. Es cierto que asume un alto riesgo al entregárnoslo lleno de ritmos entrecortados, algún fraseo esquivo y quizá un lenguaje pretendidamente arcaizante, pero no menos cierto resulta que lo hace con la solvencia —casi siempre notable y sobresaliente a veces—, de quien sabe que las palabras atesoran un pasado, que la sugerencia es siempre una imagen llena de fuego y erotismo y que la vanguardia no se hace en las noches de farlopa, en los días de la vagancia o con buenos sentimientos. Y Fernández-Osorio sabe también que los fogonazos y los fotogramas de esta Frontería suya están habitados por «la luz indecisa», por «palabras de amor a medias», por galgos y serpientes, por pájaros y hombres llenos de hambre.
Si el inicio de la geografía poética de Fernández-Osorio, ese entréme donde no supe de San Juan de la Cruz —ya ven cómo él mismo se impone la medida y la mesura de la tradición— se sitúa en el origen del mundo, en el parto de una madre que continúa después por ese camino reconocido que es «el empuje a vagar sin certeza alguna hacia la calma», el fin de su territorio acaba merodeando por los cementerios marinos de Paul Valery y las precisiones, incluso las tipográficas, de Stephen Mallarmé, en un sin fin, en un no final quiero decir, «con las fronteras ardiendo en una pira» o lo que es igual, de nuevo en la mística de San Juan de la Cruz cuando dice «y quedeme no sabiendo».
Libro hermoso, de una sola pieza, corto en su factura material pero de larga longitud en la emoción que convoca para trascender la relación entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y su contexto, entre los hombres y cada palabra que nos nombra. Frontería es, sin fin, eso que vamos siendo: palabras de palabras que nombran otras palabras: porque la soledad del hombre es cierta y hay que escribirla todos los días en el más especializado laboratorio de la literatura de precisión que es la poesía.
Ya lo dijo D. Antonio Machado, En mi soledad / he visto cosas muy claras / que no son verdad. O dicho de otro modo más reciente y en palabras de Alejandro, quizás en referencia sutil a Ferdinand Celline: «No hay más remedio que vencerse para seguir viviendo». 





sobre la Exactitud del Instante


Herme G. Donis para La Asociación de Escritores Asturianos.


(Poeta)

VIVIR ES TIEMPO

Es poco frecuente encontrar poemas tan sólidos y maduros como nos ofrece el joven poeta asturiano (Villallana, 1984) Alejandro Fernández-Osorio en su primer libro recientemente publicado La exactitud del instante. Desde el principio de su lectura y según uno se va adentrando en el mundo poético de este autor, podemos apreciar que nos encontramos con un poeta curtido en muchas lecturas y que sabiamente sabe huir de los tan frecuentes balbuceos primerizos que inundan buena parte de la poesía más joven de hoy.

Estructurado en tres partes con los respectivos títulos de “Instantes”, “Con- secuencia” y “Tempus fugit (en primera persona)”, los poemas fluyen en torno a esos temas universales eternos, pero que nunca dejan ni dejarán de inspirar a los poetas para crear la poesía verdadera, la más íntima, la que más nos conmueve. Y entre todos esos temas de los que hablamos, ninguno tan tratado en la poesía como el del tiempo.

Alejandro Fernández-Osorio, por su juventud, apenas si tiene días que se le hayan ido entre los dedos de la vida, pero aún así ya sabe de ausencias, de esos instantes que ya pasaron, que ya perdió y de los que sólo conserva diminutos cristales rotos, primeras ruinas de la aurora: “Apenas se oyó el aleteo del alma / la noche en la que un cuchillo / hizo de su pecho un manojo de cristales. / Un frío dolor de entrañas / repicó hasta la muerte como el eco / de un glaciar que arde, / abandonado en medio de la acera, / bajo el despertar de las persianas / y el merecido morir de las farolas.” (Pág. 32).

La exactitud del instante es un compendio de poemas lúcidos enraizados en un presente que no olvida atesorar los pequeños aconteceres e improntas cotidianas -siempre irrecuperables- para guardarlos en la memoria y fijarlos en ella como una especie de defensa contra el desposeimiento que el paso del tiempo produce en todo lo que está vivo.

De esta forma, Alejandro Fernández-Osorio no duda en poner de manifiesto la fragilidad de los seres y las cosas mediante la brillante captación de esos pequeños actos y detalles con los que confluimos diariamente y que no siempre apreciamos como únicos: una sonrisa furtiva, un remolino de soledad, un dulce sabor de café en los paladares, el temblor de las ramas de un ciprés al que aquél le llega por sorpresa, la palabra que tras el silencio viene a liberar, la voz del amor, único aliento entre tantos metales y ruidos, las hojas de un magnolio vencidas sobre la acera gris... Esta esencia de lo efímero obliga al poeta a fundirse con todo lo que le rodea y a ser consciente de que la fugacidad es la certeza de cualquier existencia: “Si por descuido me abres la camisa de fieltro / verás un lirio tiritando en la absoluta indiferencia / del pudrir de la madera, / como si a este cuerpo agotado / sólo le quedara matar mientras muere…” (Pág. 43).

La exactitud del instante marca con manecillas invisibles el tiempo de un poeta que, por mucho que se revele, ya es consciente de que, inevitablemente, será reo de él hasta que la muerte los haga uno y ninguno: “…Me quedo con la congoja hasta entonces, / hasta que cruces la ventana / y me una a ti como aire.”

Mientras tanto, sea bienvenido este libro de Alejandro Fernández-Osorio en donde ha arracimado con buen pulso y oficio todos los instantes de su reciente pasado, sabedor de que ésta es la mejor forma de hacerlos eternos.




María Ruisánchez (Escritora)

Este poemario podría estar contenido en un suspiro, millonésima fracción de la eternidad, o por el contrario, extenderse hasta el infinito por el latir de los siglos. Son poemas para el tiempo, contra el tiempo, por el tiempo. Unas manecillas que circulan por la esfera del reloj intentando atrapar el segundo siguiente, para cansadas ya de perseguirse, pararse de repente, como olvidadas por la cuerda o la pila… Quietas, el tiempo discurre igual, envejeciendo nuestras manos, y es inútil tratar de atraparlo. Alejandro Fernández-Osorio reflexiona sobre este devenir continuo que llamamos vida, con una poesía luminosa y certera, cargada de imágenes que han logrado, muy a pesar del tiempo, contenerlo.
Su libro se divide en tres partes. La primera, “Instantes”, es un maravilloso compendio de momentos, para siempre, grabados en la memoria. Pues vivir, va siendo eso, atesorar instantes. En todos y cada uno de ellos está presente ese esquivo tiempo, recordándonos que es implacable, como muestran estos versos: “del que brota, de cuando en cuando, otro latido directo a la muerte”. El poeta nos traslada a una naturaleza límpida, detenida en ese devenir o a unas ciudades deshumanizadas y rápidas en eterno contraste, por las que, sin embargo el tiempo corre al mismo ritmo. Pero sobre todo, se detiene en pequeños detalles que parecen concentrar la eternidad: una sonrisa, la huella de un hombre en la arena, las hojas del magnolio muertas sobre la acera. Un constante presente agustiniano, al que le basta un parpadeo para ser pasado: “el instante ya se desgaja del ahora uniéndose a la compacta bruma del antes, y fluye inconmovible”.
Sin embargo, en la segunda parte: “Con.secuencia”, el poeta ha dejado de ser observador del inexorable devenir, ha dejado de ser coleccionista de momentos y ha optado por fundirse con todo lo que le rodea, es decir, el tiempo. Le habla a ese rival huidizo, imposible de contener en la mano, ni en el verbo, y le dice: “Vivo en ti”. Esa entrega nos da unos poemas profundos, un cara a cara con el tiempo, una reflexión constante sobre la vida que se va apagando lentamente sin poder alcanzar la eternidad, dejándonos, en palabras de Alejandro: “con la ocasión en la boca y los labios heridos, como un pez que tiene por destino, ahogarse”.
Como no podía ser de otra manera, “Tempus fugit (en primera persona)” es la última parte de este libro, un único poema largo, en el que el autor ha querido reflejar su relación con el tiempo a lo largo de su vida. Una relación que pasa de la infancia inconsciente, a la frustración por querer atraparlo, destrozarlo, reventarlo y la consiguiente rendición a una lucha, ya perdida de antemano. Una resignada victoria que es saberse a la espera de que nos lleve el tiempo, mientras vamos atesorando el nuestro.



Estudios
Estudios sobre el libro "La exactitud del instante"







Pelayo Fueyo (filólogo y poeta)



" LA EXACTITUD DEL INSTANTE" por Pelayo Fueyo

“La exactitud del instante”, publicado en “Vitrubio” (Madrid), es el primer libro del poeta Alejandro Fernández-Osorio. Un primer libro que sorprende, más allá de la temática de sus versos, por su fuerza expresiva. La primera parte del libro se titula “Instantes”; hay una mezcla de impresionismo por la descripción de los paisajes, que se vuelve memorialismo en los interiores, revolucionado con metáforas surrealistas y alguna sentencia expresionista. A la riqueza estilística hay que añadir las distintas referencias que hace Alejandro del título de la sección y del libro. Así, tenemos: “El instante, ya se desgaja del ahora/ uniéndose a la compacta bruma del antes/ y fluye inconmovible”; por otra parte, “en ese instante en que sacia el sol/ allá por la doblez de la tarde”; seguimos con: “Hoy fui todo y uno a la vez/ en el mayor instante de mi vida”; y, para finalizar:”Fue tan corto/ que no quedó en el recuerdo”.

La segunda parte, que se titula “Con. secuencia”, consiste en un conjunto de poemas de amor puro, ya que aparece oculto el erotismo, donde contrasta la brillante metáfora lorquiana (por ejemplo: “si por descuido me abres la camisa de fieltro/ verás un lirio tiritando en la absoluta/ indiferencia”), o nerudiana (por ejemplo: “Por qué las pupilas se vuelven grises/ con el rítmico paso del tiempo/ es faena de magos o ilusionistas”) con la limpia consecuencia metafísica de un Salinas (por ejemplo: “Siento el dolor en tu voz y la luz./Vivo en ti./ Lo demás, aire.”

La última parte, “Tempos fugit” (en primera persona) es un poema elegíaco sobre el desencuentro amoroso y el dolor de la posesión, donde sobre el discurso se imponen imágenes que enriquecen y lo distraen. Este largo poema acaba diciendo: “Después seré recuerdo y después/ llegará el día en que al caer la tarde/ haya olvidado mi rostro. /Por ello me acepto temporal/ ante ti, “siempreinvulnerable”, /firmando lo que escribo/ para darte un menor trozo de razón…”

Para proseguir, creo necesario añadir que, a pesar de no definirse la poesía de Alejandro como estrictamente simbolista, sí se encuentran algunas imágenes centrales comunes a varios de sus poemas, y el contraste de los mismos se manifiesta con analogías, silencios y paradojas. En cuanto al instrumento de la metáfora, que es rica y sorprendente cuando se refiere a adjetivos y sustantivos, sin embargo tiene más fuerza y frecuencia como metáfora verbal.

Así, en la primera parte tenemos: “Quiebran las aves allá/ sobre los hombros del horizonte/ donde brota cada mañana/ el primer vocablo del discurso”; por otra parte: “En el suelo dibujo un hilo de sombras/ la crítica decrepitud del día, de los días”; para finalizar: “la nube se escurría/ con la levedad de un viejo vacilante”.

En la segunda parte, tenemos: “Rumor solitario que pregona/ mi sangrante sufrimiento de vida”; por otra parte: “Tengo el cuerpo saetado/ por punzantes vetas de silencio”; para finalizar: “Tengo el pecho punzado por la luz/ de las estrellas que murieron hace siglos”.

En la tercera parte tenemos: “Sin embargo, impalpables y tenaz, /iba poco envejeciendo mi sombra”; por otra parte: “te intenté atrapar en las redes del calendario”; para finalizar: “haciendo mío el silencio, / guardándomelo en los bolsillos”, etcétera.

Por último, después de esta larga ejemplificación, sólo me queda añadir el placer que me resultó leer “La exactitud del instante”, que si bien es de una maestría imaginativa, no por ello es menos sutil y profunda. Enhorabuena.



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Elisa T. di Biase (filologa y poeta)



Breve como los instantes, eterno como ellos. Exacto como experiencia vivida. Lo he leído varias veces, en una larga sentada cada una de ellas, y se deja transcurrir, suave. Deja en el ánimo una melodía melancólica, la visión de un lejano horizonte, algo que se disuelve en el alma como un terrón de azúcar en el café, una nostalgia marina, la sensación de haber abandonado algo inconcluso y, en el fondo, un temblor de ciprés contrastado con una ligereza que apenas y deja huellas en la arena. Invita a habitarlo, a llevarlo en la bolsa y a combatir la violenta linealidad de los metros y los segunderos con los últimos instantes de una magnolia o con el temblor de un lirio sacados de sus páginas. La exactitud del instante (Madrid: Vitruvio, 2008) es un libro que merece tener las páginas desgastadas y la cubierta dócil de tanto hojearlo, de tanto serlo.

Alejandro Fernández Osorio entrega un primer libro con 24 años. Tengo la fortuna de conocerlo y de que el trato, hasta hoy, no haya sido tanto que ofusque mi visión sobre sus letras. Sabía que era hijo espiritual de Claudio Rodríguez, desde antes de leer su libro, por el cariño, el respeto y la profundísima admiración con la que lo menciona, pero habría reconocido la filiación no sólo en la primera hoja de su libro, sino en sus primeras palabras sobre la poesía o en su actitud hacia ella. Alejandro es un poeta de aquellos a los que hace temblar la palabra, que profesan un verdadero respeto hacia su arte y denotan una humildad auténtica, y no afectada modestia, en su ejercicio; uno de aquellos últimos (en realidad espero equivocarme) en los que la estética y la ética van de la mano, no hay separación entre la letra y la vida, entre la tinta y la sangre. No hay en todo el libro de Alejandro un gesto pretendido, una forma arbitraria, ninguna pirotecnia verbal. Hay, desde luego, ritmo y una inmensa plasticidad del lenguaje –que llega casi al caligrama sonoro-, siempre fieles al espíritu del poema.

En realidad, Alejandro es un caso curioso, pues sus páginas apenas y en algún momento se ven tocadas por la “sensibilidad en boga”. La exactitud del instante no ha podido sino madurar en una soledad íntima, alimentado de lecturas personales y alejadas de cualquier “tendencia”. Libros como éste surgen del rozarse con el mar y las rocas, de dejar que el cielo se precipite en los ojos, de detenerse a sentir el movimiento de las constelaciones y el respirar de los poros. A esto hay que agregar, no necesariamente una lista infinita de lecturas, pero sí algunos textos que se queden marcados en el alma como anatemas, espirituales por fuerza.

Y es que así, y no de otra manera, puede surgir un romántico en estos días en que se proclama a diestra y siniestra que nada es sagrado y ya nadie escucha las revelaciones del silencio. Alejandro ha entendido algo en lo que no muchos penetran. La analogía, fondo de la Poesía-Religión romántica, presente en gran parte del pensamiento religioso y filosófico de Oriente, ha pervivido en la civilización occidental sólo en las religiones ocultistas. Es, en nuestra cultura, el conocimiento vedado.

Pocos comprenden, y aún menos pueden sentir, la identidad entre Hombre y Cosmos. Ante pocos se revela que la verdadera infinitud, el verdadero abismo, es el deseo humano y que su hambre de belleza y de eternidad genera el erotismo con el que se mueven las mareas y los astros. El Universo es lenguaje porque, al verlo y al nombrarlo, lo creamos. Nuestra mirada es la luz que se despliega en el horizonte.

Nadie mejor que Claudio Rodríguez para hacer esta verdad palpable, nadie mejor para ostentar que hasta el polvo se eleva a la eternidad. Y Alejandro abre su libro con un guiño a su maestro, un guiño que dice “te comprendo, yo también he abierto ruidosos palomares con la mirada, yo sé lo que mueve la luz”. Pero ya también en el primer poema se revela que, a pesar de la conciencia de la eternidad de los instantes, existe en el poeta una profundísima y tremenda angustia por la finitud.

También es peregrino el encuentro con un joven tan consciente de la muerte. No solamente el último poema, “Tempus fugit”, es una lucha contra el tiempo. Todo el libro, de la primera a la última letra, es una batalla en la que el yo lírico (inseparable del poeta) lucha incansablemente por no desvanecerse en el aire, por asirse a la materia y deshacerse de su levedad insoportable, por adquirir rotundidad y peso, por conquistar su trozo de mar.

Alejandro no ofrece una imagen escatológica de la muerte; la existencia en su cosmovisión es tan sutil, tan fútil, que se disuelve en el aire, elemento que adquiere frecuentemente en el libro el significado de la nada intrascendente. Estertores y agonías están fuera de su imaginario, pero el hecho innegable es que todo late “directamente a la muerte”.

El autor de La exactitud del instante se siente verdaderamente crucificado en el plano cartesiano del espacio y el tiempo. Hay unos versos que me parecen particularmente significativos en este sentido y, más aún, cuando aparenta decirlos de un tercero:

Contaba tener el pecho al alma clavado,

profundamente,

hasta la frontera de lo indecible

donde ardía el silencio.

Tener el alma clavada al pecho, implica tenerla asida dolorosamente al cuerpo, a la materia y a su putrefacción, sin la posibilidad de volar, de expandirse y de ser eterna, como sería su deseo. La naturaleza del alma está en lo indecible, pero ella está anclada en su frontera y ese clavo que la detiene arde (duele) como arde el silencio infinitamente significativo del otro lado.

Y, si se está atado a la materia, si la vida puede tan fácilmente volverse aire, hay en el autor una aguda y constante sensación de fragilidad que se acentúa por la herida que lleva en el pecho. Y es que, que el Amor lacera, no es solamente un tópico. Cargado de flechas envenenadas de belleza, nos siembra el deseo que es insaciable e incurable, es un hambre de infinito que no se contiene y que inflama. Los místicos siempre han sido muy conscientes de ella. Así, San Juan de la Cruz puede decir, en Llama de amor viva:

¡Oh, llama de amor viva,

que tiernamente hieres

de mi alma en el más profundo centro!

Alejandro Fernández-Osorio es sensible a la belleza y le produce heridas terribles. Ya en su primer libro, nos topamos con versos que son capaces no sólo de transmitirnos la idea de su herida, sino de comunicarnos el dolor:

tengo el pecho punzado por la luz

de las estrellas que murieron hace siglos

Interiormente, el poeta asturiano identifica su ser con el de una flor blanca. El símbolo del lirio y del loto blanco entre los místicos es antiquísimo y se remonta a las tradiciones orientales. La flor es la belleza gratuita por excelencia, la entrega incondicional y el resplandor de lo instantáneo. En la brevedad es que se aprecia la cúspide de su belleza y esta cúspide, se sabe, es un sacrificio. Símbolo de lo efímero y lo frágil, es también poseedora de la eternidad del instante, la flor se regala al mundo, se abandona. Además, en la apertura de una flor se puede ver el desvelamiento de un misterio. Y no hace falta delinear las connotaciones del color blanco, hiladas siempre al resplandor y la pureza. Así, el poeta dice a una amada que, si por descuido abre su camisa, verá “un lirio tiritando” y en otro de sus poemas relata la tragedia de unas magnolias que han caído en la acera y que son pisoteadas en el olvido. Quien lee por encima pasa por alto que, en realidad, el poeta llora la desgracia de su soledad, la de ser una flor en un mundo de peatones.

Y justamente el mundo urbano representa para Alejandro el ambiente más propicio para la voracidad del tiempo. Madrid, por momentos, encarna una verdadera Babilonia, en la que se habla otro idioma y se camina en cruces peatonales que destruyen toda traza de humanidad e imponen “la soledad del garçon rouge de los semáforos”. Me parece sumamente sintomático que sólo en estos poemas urbanos se pueda observar una estética un tanto fragmentaria y posmoderna. Y es que el verso se acomoda fielmente a lo que representa.

Pero, ante la finitud y la deshumanización, el poeta emprende una lucha quijotesca; opone a la voracidad del tiempo “erguidos como molinos,/una tropa de lapsos valientes”. Es el instante, donde florece un remanso de eternidad, en el que el hombre puede erguirse contra el tiempo y ser. ¿Qué puede provocar la aparición del instante? ¿Qué provoca esos momentos de comunión con el mundo, de profunda eternidad? ¿Qué puede hacer que el poeta declare: “Hoy fui todo y uno a la vez/ en el mayor instante de vida”?

Dos veces en el transcurso del libro, Alejandro cierra un poema con la frase: “Lo demás, aire.” Recordemos que en el imaginario de este libro el aire suele representar la nada intrascendente. Dos veces el poeta otorga a algo, o a alguien, la importancia suficiente como para anular al resto del mundo. El primer poema que concluye así está dedicado a una mujer, la amada, que se revela como refugio, iluminación, vida y muerte del sujeto lírico. El segundo poema retrata una noche de bohemia con un amigo. En el transcurso del encuentro se ha bebido café, se ha comido, se ha hablado de imágenes, poetizado, filosofado, se ha comulgado, se ha compartido y se ha vivido el uno en el otro. Así, el profundo contacto humano, el que rompe las fronteras del ser aislado, la fraternidad, el amor y el deseo se revelan como conjuradores de la eternidad.

En otro poema, vemos a un sujeto elevarse a un estado zen de tal dispersión (digamos mejor expansión) del yo que, por primera vez, la pérdida de peso y de materia es vista como positiva; el individuo se sublima e, incluso, de pura unión con el Cosmos, pierde su imagen ante el espejo por obra y gracia de un beso que cae en su nuca. ¿Quién negará los poderes transportadores y eternizadores del erotismo, Unión por excelencia?

Un texto más nos relata una escena que, a primera vista, puede parecer banal. De forma anecdótica, debo decir que he oído al poeta extrañarse ante la buena acogida que tiene este poema. Sin embargo, el poema es de una belleza extraordinaria y, para poder analizarlo, lo cito en su integridad:

En una atestada cafetería

canturrea la máquina de café

y dan las cuatro en el reloj de cuerda.

Una muchacha morena y frágil

como un olor a grano molido

posa su merengue mirada en mi taza

donde un cortado se viste

de mestizo café con leche.

Su sonrisa, un saquito de azúcar.

Su gesto, una cabriola de cucharilla.

Sobra decir que lo siguiente

fue un dulce aroma a café en los paladares.

En este texto, el recurso de la sinestesia va abriendo paso a la analogía. El poema comienza en la dureza del reloj de cuerda -¡tiempo omnipresente!- y termina en la sutileza expansiva del aroma. La muchacha ya se vuelve inmaterial al fundirse con el aroma del café. Los contactos los hacen todos los sentidos. Él la aspira, ella no lo mira a él, sino ya a la taza que endulza con su sonrisa y tras una cabriola de cucharilla –preciosa imagen-, se ignora exactamente qué pasó, pero los personajes han tornado a su humanidad, dueños de sus paladares, donde reposa lo etéreo de ese rastro de lo ocurrido, que no fue nada menos que una unión completa. Él, ella, y el mundo entorno quedan completamente disueltos en el café. La sensualidad del encuentro la delata la presencia placentera del paladar y, a la pesadez matemática del reloj de cuerda, la ha vencido la levedad maravillosa de un aroma. El instante en su plenitud.

Así, Alejandro Fernández-Osorio esgrime contra la muerte los floretes de la belleza, el deseo, la poesía, la fraternidad, el erotismo, el placer de los sentidos, y hace, como uno de sus personajes que:

Concluía cada día sentenciando

querer ser libre

y huir por las grietas de los instantes

que, en la niebla, nadie distinguía.

Increíble como uno puede ver y oír los tres golpes de claxon en: “El claxon, el claxon, el claxon.”p. 24

p.41

p. 46

p.43

p. 25

p.47

p.20

p.27

p.42

* Elisa T. Di Biase es Licenciada en Lengua y Literaturas hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México y actual doctorando en Filología por la Universidad Complutense de Madrid

























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